Director: Jeremy Saulnier Reparto: Macon Blair, Eve Plumb, Devin Ratray, Amy Hargreaves, David W. Thompson, Stacy Rock, Bonnie Johnson. Año: 2013. Duración: 91 min. País: Estados Unidos.
La venganza es un loop; suele no detenerse nunca.
Desde antes de los Montesco y los Capuleto -esas familias que se odiaban y mataban entre sí, aunque ya no se acordaran ni por qué-, el ser humano conoce esa palabra y la ha representado, intentando exorcizarla, en teatro, en la literatura y en el cine.
Hay todo un subgénero en torno a las vendettas.
Y cuando es en solitario es inexorablemente autodestructiva, un acto desesperado. Quizás por eso no se conoce más a menudo.
Pero cuando una persona corriente, que espera y cree en el contrato social, es defraudada por éste y sobrepasada emocionalmente, pierde ese freno reflexivo que nos impone la convivencia civilizada.
Como le ocurre al protagonista de «Matar a un hombre» (Alejandro Fernández Almendras) o a la madre (Mariana Loyola) de «Génesis Nirvana» (Alejandro Lagos).
Y es lo que le pasa a Dwight (Macon Blair) en «Blue Ruin», una tragedia familiar en el Estados Unidos semi rural.
Nominada este año al premio John Cassavetes de los Independent Spirit y premio Fipresci (prensa internacional) en Cannes en 2014, no parece una película norteamericana, aunque retrata y expone elocuentemente el lado B de un país que califica para todo en el Primer Mundo.
Contenido, tenso, este thriller cargado de un suspenso que se desliza sigiloso, en sus primeros 20 minutos incluye apenas un par de diálogos.
Dwight deambula por el pueblo, busca comida en los basureros, se sienta en la playa debajo del muelle a mirar. Pelo largo, barba crecida, acaba de darse una tina en una casa que encontró abierta y de la que salió huyendo al sentir que llegaban la madre con sus niños.
El tipo, un sujeto joven aún, no siempre ha sido un vagabundo. Pero ahora, no sabemos desde hace cuántos años, vive y duerme en su viejo auto.
Hasta que la policía (una uniformada que lo trata maternalmente) lo ubica para contarle que el asesino de sus padres saldrá en libertad.
En ese hombre apacible, un zombie triste, aplastado y anulado, que transmite tanto dolor con sólo verlo caminar, se gatilla la última chispa de vida que parece quedar en su alma.
Arregla su auto y va tras la familia Cleland, quienes han ido a recoger al recién liberado a la prisión. Los Cleland eran sus vecinos cuando se produjo el crimen.
Con la obsesión de la venganza en mente pero sin ningún cálculo ni plan, Dwight sigue sus impulsos, consiguiendo sus propósitos pero evidenciando su torpeza como criminal. Singular secuencia aquella en que busca a un compañero de colegio que tiene una verdadera armería en su casa.
Su único acto pensado es la protección de su hermana -a quien no ha visto en años- y sus pequeñas hijas. Consciente que ha desatado los demonios, es el único instante en que es vehemente y no vacila.
Porque la fragilidad de ese hombre-niño detenido en el tiempo es sobrecogedora.
El estremecedor desempeño de Blair es mérito compartido con el director Jeremy Saulnier, quien maneja la violencia y las escenas sangrientas con una vocación tan realista que mantiene a raya la truculencia. Porque Saulnier pone en medio de ellas a una persona no habituada a actos criminales y el reguero de sangre que va dejando tras sí le repulsa tanto como a cualquiera.
Entre los bosques y las casas va erigiéndose la tragedia, una preñada de verdades desconocidas que se van asomando, una en que los inocentes son escasos.
Un guión perfecto donde cada detalle va encajando hasta dejarnos servida la tragedia con todos sus asombrosos detalles y su desatada espiral de venganzas.
«No regrets» canta Little Willie John al cierre.
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