En “DIAMANTES DE SANGRE”, Leonardo DiCaprio está en el mejor personaje de su carrera desde aquella ya mítica “¿A quién ama Gilbert Grape?”.
Una cruda historia, demasiado real como para pensar que es sólo ficción, tiene al actor dando vida a un personaje ambiguo y algo escéptico, muy en la senda de los que han salido de la pluma de Graham Greene.
Danny Archer es uno de esos seres sin Dios ni ley, sin maldad ni bondad, dañados en su matriz, que han aprendido a sobrevivir, simplemente, con algunas normas elementales y frágiles de lealtad hacia algunas pocas personas.
Un antihéroe parecido a muchos seres humanos y un personaje que cualquier actor sensible se querría —con un guión sublime— pero que no todos están en condiciones de entregar a cabalidad como sí lo hace aquí DiCaprio.
Danny es “un niño blanco en África”, como se presenta ante Maddy Bowen (Jennifer Connelly). La idealista reportera ve el horror en que está sumida Sierra Leona -a causa del tráfico de diamantes que se disputan un gobierno corrupto y una guerrilla revolucionaria igualmente corrupta— con los ojos de quien está, al fin y al cabo, sólo de visita en este infierno.
La tensión dramática del filme se sostiene en la distancia inevitable que existe entre el escepticismo anclado en la dura realidad que le ha tocado vivir a… y el porfiado idealismo de una joven occidental que sí cree que las cosas pueden cambiar (¡viva la prensa libre!), con esperanza, fe y la necesaria cuota de inconsciencia que anima a cualquier ser de buena voluntad.
Como para vislumbrar que la corrupción tiene la misma base en todas partes y que nunca será una golondrina que circula sola por el verano.
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