¿Usted cree que Francis y Claire Underwood son solamente personajes de una muy buena serie de TV?
No. Mire no más a su alrededor -o si le provoca menos desazón, en la prensa- y verá que está lleno de personas sin escrúpulos, de una frialdad paralizante, con escasos trazos de humanidad, que saben que el poder -ese vellocino de oro- requiere de todo aquello y de seguir adelante, no importa lo que pase ni quién quede en el camino.
Al final de cuentas, todos, unos más otros menos, vamos por nuestra tajada ¿o no?
En esta tercera temporada, tras conseguir la presidencia de los EE.UU. con artimañas audaces -su sello- la pareja (Kevin Spacey y Robin Wright) verá que todo puede ser más difícil aún. Y que aquellos cabos sueltos de los que se hace cargo el «team» de trabajo sucio empiezan a tejer una telaraña invisible que explotará en la última temporada.
En esta, la pareja presidencial tiene harto que hacer: las encuestas de popularidad del Presidente están por el suelo y Claire encuentra toda clase de dificultades en su propósito de asegurar su futuro como embajadora en la ONU («llevo mucho tiempo en el asiento del pasajero», acusa). Francis tiene viento en contra no sólo en el Congreso, controlado por los republicanos, que le niegan la sal y el agua, sino que también en el frente interno, en su propio partido.
La política exterior entra fuerte esta temporada. El Presidente ruso, Viktor Petrov (Vladimir
Putin, digámoslo, con sus Pussy Riot detenidas, su pasado en la KGB y su singular historia de imágenes fotográficas) es un rival de temer incluso para los estándares del duro e inalterable Francis Underwood.
El financiamiento de las campañas(«el dinero es un digno rival del poder»), los Lexus (sí, esos mismos), el Estado benefactor vs el desempleo, la separación de los poderes del Estado, la libertad de expresión rondan los capítulos.
La pareja, que mantiene esa elegancia gélida para resistir los embates, es aquí más vulnerable que nunca, aunque no flaqueen ni doblen jamás las rodillas ni titubeen. Pero sí se los verá en momentos de mayor «humanidad» (que no es lo mismo que compasión).
No hay líneas demás en este guión que siempre tiene un as bajo la manga para el espectador. Los escenarios, todo lo visible y audible, son depurados, geométricos, limpios (como los sepulcros blanqueados, habría que decir), elegantes.
Aquí entre todos se dan duro, pero siempre con muy buenos modales.
Las citas a Shakespeare, las frases a la cámara (rompiendo la cuarta pared), las traiciones como sistema de sobrevivencia (nada personal), el cinismo natural (hay que coleccionar las frases de Francis) salpican los seis capítulos.
Cada episodio cierra una historia central, pero por detrás van circulando otras que van quedando abiertas en esa perfecta espiral a lo Scherezade (la de «Las Mil y una noches») que toda buena serie por entregas debe tener.
Adictiva.
House Of cards.
Tercera temporada.
13 capítulos.
Sólo en Netflix.
Estreno: 27 de febrero (5 de la mañana, hora nuestra).
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