Es un contraste fascinante ver a Mickey Rourke encarnar en “EL LUCHADOR” a un personaje que es la imagen de la decadencia. Con una carrera a trastabillones a cuestas —tras el boom que fuera “Nueve semanas y media”—, es el de Rourke un trabajo histriónico hecho tan desde las vísceras que se transforma en la propia redención del actor (se merecía el Oscar, con largueza; ganó Globo de Oro).
No es la suerte que corre su personaje, Randy Ram, “El Carnero”, un luchador que vive del eco de su éxito en los ’80. Respetado entre el gremio y con varios fans que lo reconocen y le piden autógrafos, sigue ganándose la vida en la lucha libre, en gimnasios no muy rutilantes, pero con público suficiente para pagarse la vida y aliviar al azotado ego con aplausos. Randy hace bien su pega, aunque es virtualmente un homeless y su única amistad es la de Cassidy (Marisa Tomei, una actriz siempre efectiva, en comedia o en drama), una prostituta sin mucha suerte en un bar del barrio.
Si “El Luchador” es una crónica de la decadencia, hay que advertir que no se queda en lo que ya todos sabemos: que el cuerpo deja de acompañarnos (a luchadores, a estrellas, a rostros, a modelos y un increíblemente largo etcétera), que hay que saber reconvertirse, y que es triste vivir del remanente de las glorias pasadas.
No es película para señoritas.
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