Un protagonista carismático y guapo, una asombrosa plasticidad en los “personajes” animales y un muy eficaz manejo de las emociones es lo que mejor ofrece “EL PLANETA DE LOS SIMIOS: (R) EVOLUCIÓN”.
Lo demás (y esto también) es cine pop corn en todo su ancho y largo, sin darle más vueltas ni soñarse reflexiones en torno a las teorías darwinianas…
El guión imagina el antes de lo que cuenta “El planeta de los simios” de 1968, es decir, la génesis de aquello que terminó con el planeta Tierra dominado por estos animales.
Will (James Franco) es un científico que investiga para un gran laboratorio, mediante experimentos con monos, la creación de un fármaco que a nivel de cerebro actúa contra enfermedades degenerativas como la que tiene casi postrado a su padre, Charles (John Lithgow). El medicamento en cuestión desarrolla a niveles increíbles la inteligencia de estos animales.
Una hembra capturada en la selva tiene una cría, la que termina en la casa del científico: se trata de César. La inteligencia de César crece exponencialmente, mientras que el fármaco en experimentación produce efectos milagrosos en Charles.
El simio, al que literalmente le falta modular palabras, crece como el chico de la casa y hasta tiene sus crisis de adolescente.
Buena parte del filme es un emotivo drama familiar, porque la acción y el desastre que publicita la campaña de marketing están solamente en la secuencia final. Y ahí se condensan todos los clichés posibles sobre catástrofes con animales (o mutantes) de por medio, en una ciudad norteamericana hiperpoblada (en este caso, San Francisco), con buenos y malos, policías y sistemas asombrosamente ineptos y un científico sensible e inteligente con conciencia de todo tipo.
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