Florence Foster Jenkins Reparto: Meryl Streep, Hugh Grant, Simon Helberg, Nina Arianda, Rebecca Ferguson. Director: Stephen Frears Reino Unido, 2016. Duración: 110 min
La muy singular historia de la rica heredera neoyorkina que se obstinó en cantar ópera con la voz más desafinada imaginable da para lo que usted quiera. Una sátira cruel; una comedia burlesca; una tragedia patética.
Solo un director talentoso, agudo y sensible como Stephen Frears (Philomena, La reina) pudo hacer de Florence Foster Jenkins una película humana, que no hace sorna de su protagonista y desecha los estereotipos que tan fácilmente pudo construir con ella y los personajes secundarios.
Porque Frears y el guionista Nicholas Martin vieron en esta “pobre niña rica”, carente del menor sentido de la realidad y el ridículo, un ser humano persiguiendo un sueño, uno imposible para todos los demás, menos para ella.
En lugar de juzgarla, la entienden y la dignifican.
Inician la película en los años 40, en Nueva York. Florence (Meryl Streep, créanlo o no, en el mejor rol de su carrera) ya es una mujer mayor. En sus elegantes salones organiza soirées a las que invita a sus amistades para que la oigan cantar. Todos disimulan y la aplauden entusiastas.
Su mánager y compañero, St. Clair Bayfiled (Hugh Grant, perfecto en su ambiguo personaje), se ocupa de sus grabaciones (actualmente, sus discos son objetos de colección) y de sus presentaciones anuales en el Ritz Carlton.
También de hacer un casting de pianistas para elegir a quien ensayará con ella y la acompañará en sus actuaciones.
La oferta es monetariamente tentadora, así es que la fila es larga. Cuando al otro lado de las puertas los postulantes la escuchan cantar, empieza el desconcierto.
Finalmente el elegido es Cosmé McMoon (Simon Helberg, de la sitcom Big Bang Theory), quien no puede reprimir la risa cuando ya se sienta al piano y junto al profesor de voz de Florence no da crédito al horror que escucha.
Lo mismo le ocurre al espectador, que se ríe (hay momentos realmente hilarantes), se conmisera, se asombra, se conecta también con la decadencia, se estremece. Y que además se debate entre tachar de lunática y caprichosa a esta millonaria o quererla entrañablemente en su profunda ingenuidad; si definir sin más a St. Clair como un gigoló cínico o descubrir en él a un abnegado y leal esposo; si Cosmé se burlará y cobrará su jugoso salario y nada más…
Con mucha delicadeza Frears nos conduce por los vericuetos de la historia de Florence —apenas una frase para saber lo más deleznable— y pareciera que ese espíritu inocente y cándido que ha movido sus pasos, sin dañar a nadie a su alrededor, inundara la atmósfera de la película y contagiara a sus cercanos.
Como si una pasión honesta, llevada contra viento y marea, tuviese mayor poder de transformar a la gente que el talento y la inteligencia, rescatando lo mejor de cada ser humano.
Optimista impenitente, Florence decide arrendar el Carnegie Hall para culminar su exitosa carrera (popularidad tenía, no la más deseable, claro).
St. Clair ve el peligro de que se exponga, ya no frente a sus invitados, sino ante un público “auténtico” que, por curiosidad, agotó las entradas con antelación.
Hay mucha información sobre el personaje y su vida (también la película francesa “Margueritte”, inspirada en Florence). Esta biopic ¿será la más cercana a la verdad?
No es lo que interesa. Sí que con estos elementos, director, guionista y actores armaron una comedia dramática inteligente, divertida y trágica, emocionante y conmovedora, que derrota el patetismo inherente a la historia, trocándolo en una pasión noble, respetable y hasta sublime.
QUIÉN FUE FLORENCE
Florence fue siempre una soñadora: en 1885 abandonó muy joven su hogar para casarse con Francis Thornton Jenkins, por lo cual fue desheredada. De Jenkins, que le legaría algo peor que su apellido, se divorció en 1902. Entretanto, debió ganarse la vida enseñando piano. Cuando murió su padre en 1909 recuperó su vida de millonaria, gracias a lo cual se lanzó de lleno a su carrera de soprano.
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