La frase del título de esta columna es parte de una tristísima canción de Juan Carlos Baglietto, “Era en abril”, en que un joven padre llora la muerte de su hijo nonato y frente al dolor inenarrable se pregunta “¿qué hacemos ahora?”. Y confiesa: “ya tengo el alma muda de pedirle a Dios”.
Frente a una terrible pérdida que se siente injusta, incomprensible, ilógica, el ser humano queda golpeado, “con el alma muda”, con la vida en pausa.
En las guerras hay un montón de esas pérdidas (la guerra es todo lo dicho líneas arriba); peor aún, hay daños irreversibles para pueblos y generaciones enteras, enemigos que no pueden dejar de serlo, justicias pendientes, odios por cobrar, de un lado a otro y viceversa, que, como virus, se pueden volver a reactivar.
Frantz, la versión de François Ozon para Broken Lullaby (Ernst Lubitsch, 1932, que se basó en la obra de Maurice Rostand), se detiene en ello y le pone nombre a esa tragedia numerosa y anónima que deja tras de sí la violencia.
Acaba de terminar la Primera Guerra Mundial con su estela de muerte y un tratado, el de Versalles, que dejará todo listo para su continuación. Claro que eso aún no lo saben los padres y la novia de Frantz, el joven que quería ser músico y, que en lugar de ello, partió desde Quedlinburg, su pueblo en Alemania, a luchar por su país y no regresó.
Sí hay una tumba a donde Anna (Paula Beer), quien iba a ser su esposa, va a depositar diariamente flores. Es 1919 y Alemania acaba de ser derrotada.
Un día Anna sorprende a un joven que hace lo mismo que ella: visita la tumba y deposita flores. Se trata de Adrien (Pierre Niney), un francés que, evidentemente, no ha pasado inadvertido en la pequeña comunidad, que lo mira como lo que es aún para ellos: un enemigo.
Ozon opta por filmar en blanco y negro (en imágenes de una nitidez y precisión sobrecogedoras) para relatar este ir y venir de Anna —quien vive en la casa de quienes iban a ser sus suegros— y de Adrien.
La sola presencia del joven francés genera un ambiente hostil en la villa, recogiendo a su paso desaires decididos o sutiles, en un lugar donde los hombres en el bar entonan con vehemencia y rabia canciones patrióticas, especialmente si está él presente. Anna también sabrá de ello cuando viaje a París y —en una simetría— se encuentra grupos de franceses cantando himnos con la misma actitud que sus compatriotas en su pueblo.
Adrien tiene en su conciencia una culpa que no lo deja en paz, una historia que ha de contar a Anna y a los padres de Frantz.
Las verdades crueles —así completas, sin matices— no son fáciles de compartir. Tampoco es sencillo esperar el perdón cuando se mira cara a cara el dolor, el daño infligido, y éste tiene nombre.
La culpa, uno de los sentimientos más atenazantes para un ser humano, se muestra aquí en toda su complejidad y se asoma no solo en lo evidente, sino en aquello más inabordable: la culpa, de otra índole, de quienes identificamos (y lo son) como víctimas.
El color —uno más bien atenuado y pálido— irrumpe en la película en momentos singulares. Al principio, en racontos, pero luego se instala en el relato una ambigüedad en que una línea difusa no llega a separar sucesos realmente acaecidos de situaciones probablemente oníricas y/o imaginadas y también mentiras piadosas.
Si la memoria es selectiva y traicionera, la necesidad de paz y de continuar la vida termina ejerciendo en algunas personas esa misma compulsión.
Anna hace el trayecto inverso de Frantz al viajar a París: ella también descubre el dolor y cómo el daño cruza veredas.
¿Qué hacemos ahora? ¿Perdonar, botar el rencor y seguir de largo? ¿Buscar incansablemente culpables para hacer justicia?
Hay quienes perdonarán; otros no. Hay un diálogo que nos lo dice muy directamente.
Cuando la vida y la muerte se ven la cara, hay que decidir si quedan ganas de seguir viviendo o continuar en pausa.
Anna y Adrien lo saben. Son jóvenes. Con el alma muda, Adrien se atreve a instar a Anna: “Sé feliz”.
(En Cinemark Alto Las Condes, Cineplanet La Dehesa, El Biógrafo, Cine-Arte Viña del Mar)
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