Lo que suele hacer Wes Anderson no se parece a nada. Pero el impacto sensorial que provoca Isla de Perros (Isle of Dogs) no le llega a los talones ni a sus propias películas: el creador de las singulares El gran Hotel Budapest , Moonrise Kingdom o Los excéntricos Tenenbaums nos regala ahora una fábula que es una explosión de belleza, de un arte exquisito y preciosista que vale cada cuadro de su hora 40 de metraje.
Una genialidad de principio a fin.
Es como si su fascinación por los colores y por la simetría milimétrica de sus tomas hubiese llegado al paroxismo, en un armonioso cruce entre arte occidental y oriental.
Entregándose abierta y declaradamente a su admiración por Akira Kurosawa y Hayao Miyazaki, ideó una historia en stop-motion, situada en un Japón futuro, en el que aparecen murales que aluden al paisajismo estilo ukiyo-e (del que Hiroshige fue su mayor exponente); se ven niños tocando taikos (tambores) para marcar la tensión de ciertas escenas, en ritmos compuestos por Kaoru Watanabe; y un haiku (poema breve de 17 sílabas) cerrando el relato.
De la banda sonora -arte clave en esta película- estuvo a cargo Alexander Desplat, quien escribió principalmente piezas instrumentales, pero además se incluyen canciones de Los 7 sámurai y de Ángel borracho (Kurosawa).
Esta mezcla interminable -y fascinante- considera también a un guionista y varios actores nipones, un maestro de marionetas inglés y un multinacional etcétera.
ÉPICA, DRAMA, HUMOR, SUSPENSO
Pero lo más importante de Isla de Perros, su esencia, está en su historia emotiva, un drama épico plagado de humor, el cual permea un guión que abunda en diálogos agudos, divertidos guiños de distinto orden y entrañables primeros planos en los que solo un movimiento de ojos (caninos) puede transmitir todo lo anterior.
Un relato lleno de suspenso, en el que se entretejen conflictos sociales y políticos ácidamente expuestos, en una metáfora reconocible.
Es decir, este no es un asunto doglovers vs catlovers.
Ciertamente los protagonistas son los perros -únicos que hablan en inglés (con subtítulos)- y un niño de 12 años, Atari. Los seres humanos hablan en japonés, sin traducción. Hay una intérprete omnipresente (voz de Frances McDormand), que difunde lo que se dice en la televisión y lo que habla en las asambleas el tiránico alcalde de la ficticia ciudad de Megasaki, eternamente reelegido.
Para este personaje, Anderson admitió haberse inspirado en el legendario actor Toshiro Mifune.
En esta ciudad que venera a los gatos, se decide por decreto desterrar a los perros -porque se ha propalado entre ellos una “fiebre del hocico”- y depositarlos en una isla cubierta de packs de basura, ratas y desperdicios.
Allí se encuentran Chief (voz Bryan Cranston), que cada vez que puede se encarga de advertir que él es callejero, que no obedece órdenes y que muerde; Rex (Edward Norton); King (Bob Baladan); Boss (Bill Murray) y Duke (Jeff Goldblum), que declara: “amo el chisme” y está siempre atento a los rumores. Luego aparecerá Nutmeg (Scarlett Johansson), una perrita hermosa, “de competencia”, cuyo carácter recuerda el temple de los personajes de Lauren Bacall y Bette Davis. Pero el primero que ha llegado allí es Spots (Live Schreiber), guardián de Atari, quien se las arreglará para llegar a la isla a rescatarlo.
Wes Anderson se solaza con juegos narrativos, bromea con las convenciones cinematográficas anunciando los flashbacks y luego el fin de los racontos con divertidas leyendas en pantalla. Divide la historia en prólogos y episodios, parafrasea líneas de películas icónicas.
Todo envuelto en una fiesta de imágenes no solo bellas, sino altamente expresivas: de lo fastuoso a lo sombrío; de los colores brillantes al paisaje gris y herrumbroso de la isla y las ciudades industriales arrasadas; el melancólico recorte de luces y sombras y la belleza de la noche de luna.
Categoría ¡imperdible!
(Todo Espectador + 7).
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