Si hay algo complejo de clasificar en alguna categoría es esta muy especial y singular película francesa: lo que sí se puede decir de La Comunidad de los Corazones Rotos (Asphalte / Macadan Stories ), de Samuel Benchetrit, es que es una entrañable comedia dramática, absurda y doméstica, divertida y profunda, cotidiana y sorprendente, todo a la vez.
En los extramuros de la ciudad, en un edificio ruinoso, cuyas paredes interiores parecen haber sido rayadas por un curso completo de un Jardín Infantil, vive esta dispareja comunidad. Allí hay hombres mayores y no tanto, adolescentes, mujeres de mediana edad y de historias muy distintas. Todos tienen una cosa en común: su soledad, que se enraíza, principalmente, en su indiferencia hacia el prójimo, vecino o no.
Cuando empieza la película, en uno de los departamentos -que no se ve nada mal en relación al desolado entorno- se realiza una Junta de Vecinos. El tema a discutir: si instalar o no un ascensor.
Ya esta primera secuencia -que concluye con un curioso acuerdo- nos da pistas del tono de la historia y del modo de relacionarse de los personajes. Más bien parcos, nunca exaltados, la cámara se dedicará a registrar lo que hacen, porque lo que predomina es el silencio.
Tres situaciones vienen a alterar esta vida plomiza, sin pasión ni esperanza.
La primera es el accidente (que no vemos) que sufre el sr. Sterkowitz, que lo deja temporalmente en silla de ruedas. Así lo deposita la ambulancia, en el tierral que es el frontis del edificio. Si él mostró su total incapacidad de pensar en “comunidad” en la última reunión, el resto no lo hace mal: en rigor, nadie se da cuenta ni se ocupa de lo que le pueda ocurrir al otro.
Lo segundo se produce tras la llegada al maltrecho edificio de Jeanne (Isabelle Huppert), una actriz que no asume que ya está retirada (o más bien, que su profesión la retiró) y que se instala en el departamento de enfrente de Charly, un adolescente que se supone vive con su madre (a la cual nunca vemos).
Y lo tercero, el aterrizaje en la azotea de una nave de la NASA (sí, tal cual), de donde emerge John Mckenzie (Michael Pitt).
Encontrarse con le refrigerador vacío hará que el sr. Sterkowitz vaya, en su silla de ruedas, a buscar bolsas de papas fritas a la máquina dispensadora del hospital, entablando por casualidad una suerte de relación con una enfermera que sale a fumar en su hora de descanso.
Jeanne, con sus aires de diva y su cero ganas de hablar con nadie se verá obligada a recurrir a Charly -que tampoco tiene el menor interés en nada- cuando se queda afuera del departamento.
Y el astronauta protagonizará la más disparatada y adorable de las historias cuando es acogido en su departamento por una cálida mujer de origen argelino que le prestará el teléfono para que se comunique con la NASA (¡!).
Cómo es que se fraguan y qué rumbo toman cada una de estas improbables y más bien balbuceantes “relaciones” es del todo inesperado, cómico, encantador.
La trenza coral que arma Benchetrit -escritor, director teatral, actor y cineasta- resulta absolutamente deliciosa, llena de sugerencias y metáforas.
Su “experimento” es una aguda observación de las relaciones humanas entre seres que han perdido toda destreza social porque se han acostumbrado a confundir la independencia y la autovalencia con el individualismo y la soledad.
Es a través de estas leves fábulas que sus personajes comprueban, de maneras impensadas y por razones insospechadas, que siempre, aunque seamos incapaces de imaginarlo siquiera, nos necesitamos unos a otros.
“La Comunidad…” es esa clase de historias que primero se mira con extrañeza, luego con asombro y enseguida -si se entra en el juego- se disfruta gozosamente.
(En Cine El Biógrafo y Cineplanet La Dehesa).
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