Basada en un hecho real, La reina de Katwe puede ser descrita como “una edificante historia de superación”, de esas que hemos visto por montones.
Y sí, lo es.
Solo que la sensibilidad de una directora india que vive en Africa —Mira Nair— es capaz de ver y hacernos ver que en ese mundo la adversidad es en serio, que un tropezón no es llegar y volver a levantarse y que se necesita mucho talante para perseverar cuando no se dispones de lo más elemental para vivir el día a día.
La película nos adentra en Uganda, concretamente en los barrios marginales de Kampala.
Allí todo es de tierra, las casas son un amasijo de tablas, trozos de lo que sea y a veces algo que fue una construcción y ahora carece de techo.
La comida escasea y los niños no van al colegio sino que trabajan vendiendo en las calles atestadas de autos, motos, gente.
Sin embargo, la cámara de Mira Nair no se desliza a ritmo de lamentos y quejas, sino que de la riqueza y complejidad de un pueblo cuyas tradiciones ancestrales inundan de colorido la pantalla y de la dignidad de personas y familias para las que es natural dormir en el suelo y nunca han visto un cubierto o una ducha, pero cuya ética solo nos mueve a respeto. Un respeto que instala la directora.
No es Africa for export.
Mira Nair se hizo mundialmente conocida con su ópera prima, Salaam Bombay, en 1988. Si no hemos sabido mucho del resto de su filmografía hasta ahora es porque La reina de Katwe tuvo la fortuna de ser tomada por Disney, con lo que su distribución mundial está asegurada.
Phiona (Madina Nalwanga, una debutante inolvidable) es una de los 4 hijos por los que lucha por mantener Nakku (Lupita Nyongo’o, 12 años de esclavitud), una joven viuda de una fortaleza a prueba de lo que sea, madre por sobre todo.
Curioseando por el sector, Phiona descubre una suerte de establo a donde ve entrar niños y niñas de distintas edades.
Allí, un ingeniero que trabaja para el Ministerio del Deporte, Robert Katende (David Oyelowo, Selma) ha reunido a unos cuantos chicos del sector para enseñarles ajedrez.
Phiona se incorpora al grupo y resulta ser un portento. Y con un “coach” como Katene, con madera de maestro de esos con mayúscula, sus alas comienzan a desplegarse.
Como todo camino de crecimiento, el de Phiona tiene tropiezos. Pero para ella, para su familia y su pueblo, una derrota no es solo parte de lo esperable. Es que se destruya un sueño cuya alternativa se parece a una pesadilla. “Temo que algunas cosas nunca cambian”, llega a decirle en algún momento a Katende.
La historia puede parecer más o menos predecible, pero la honestidad, respeto y cercanía con que Mira Nair la relata la aleja del cliché, el simplismo y la emotividad para la galería. (No es: “pongamos esta escena porque la platea va a llorar”).
Está llena de detalles que nos hacen aterrizar (como los motivos porque algunos niños evitan jugar fútbol). Así como hay encantadores momentos de humor auténtico.
Quédese hasta el luminoso epílogo, en que son presentados los reales protagonistas de esta historia.
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