Una gran discusión sobre la moral, la ética, la fe, la esencia de ser cristiano o un buen ser humano sin profesar religión alguna; cómo las personas de bien pueden colaborar entre sí para hacer del mundo algo mejor, aún estando en veredas opuestas y en las peores circunstancias. La inmensa y gran inmoralidad que es la guerra. Todo ello está detrás de Las inocentes, una dramática historia muy bien llevada a la pantalla por Anne Fontaine, que se concentra en un convento situado atravesando los bosques nevados de las afueras de Varsovia.
La historia transcurre justo al finalizar la Segunda Guerra, cuando Polonia ya ha sido ocupada por el Ejército Soviético y aún quedan equipos internacionales de la Cruz Roja haciéndose cargo de sus heridos.
Si hemos visto muchísimas (y algunas muy buenas) películas sobre los horrores del Holocausto, lo que hemos visto muy poco son aquellas sobre el horror que vivieron algunos pueblos después de la 2a Guerra Mundial. Incluido Alemania, como lo que relata el libro “Anónima” (al principio se publicó así, anónimo, luego se reeditó con el nombre de su autora): las millones de mujeres alemanas violadas por el Ejército Rojo una vez derrotado su país.
Fue anónimo porque, según se señala ahí mismo, los mismos alemanes las instaban a callar porque significaba una vergüenza. Algo similar a lo que recoge la Nobel de Literatura Svetlana Alexievich en “La guerra no tiene rostro de mujer”: mujeres que lucharon por su patria, la Unión Soviética, contra los nazis, y que tras ello fueron acalladas, hasta despreciadas.
La mujer, históricamente, ha sido botín de guerra. Y ese salvajismo lo vimos no hace tanto en la Guerra de los Balcanes (y lo seguimos viendo dondequiera que hay un conflicto armado).
Es peno invierno. Las imágenes azules de bosques nevados transmiten el desamparo que cruza la vida de de los personajes, la desolación, el frío. Tanto en este convento en las afueras de Varsovia, donde las monjas cantan el Angelus, como en la ciudad se evidencian los destrozos que han dejado los nazis primero y el Ejército Soviético después.
Las monjas guardan un secreto. Cuando este último entró a “liberar” Polonia de los nazis, los soldados irrumpieron allí y violaron a las religiosas. Es un hecho que ya ha ocurrido cuando se inicia la película: no se muestra, solo aparece en el relato de una de ellas que recuerda el horror que no se puede sacar de la cabeza. Una muy breve escena; algún flashback, uno solo, breve también.
Como resultado, muchas están embarazadas … y ocultas de su propia comunidad. Si se enteran, les cierran el convento y nadie las acogería. De hecho, con ellas está una joven que fue rechazada por sus padres al conocer su estado.
Una de las monjas, Maria, se da cuenta que más temprano que tarde necesitarán ayuda. Acude a la ciudad, donde vemos a las otras víctimas inocentes de una guerra: los huérfanos, niños convertidos en pequeños rapaces, chicos a quienes les robaron lo más sagrado que puede tener un niño, su inocencia. Todo lo transan. La monja pregunta por algún médico que no sea polaco (ni soviético). Ellos le indican un hospital.
Maria ve personal sanitario de distintas nacionalidades y busca: oye hablar a dos franceses. Se acerca a ellos para pedirles ayuda. Un médico, Samuel, la despacha sin más trámite diciéndole que acuda a médicos polacos. La mujer, Mathilde, de mejor modo, hace lo mismo.
Pero la hermana Maria sabe que no puede ir donde sus compatriotas. Ella debe guardar este secreto.
Mathilde termina convenciéndose y más bien por curiosidad parte con ella.
En el convento se encontrará con un duro panorama y se irá involucrando con estas mujeres y sus tragedias sin darse cuenta.
Lo más interesante de la película es cómo enfrentan esta situación los diferentes personajes, cada uno con su perspectiva; lo que es la religión, la fe y la caridad en su sentido más ancho, esto es, el amor al prójimo.
Mathilde es comunista (aunque no de partido, como dice) y el que estas monjas recen y se confíen a la Providencia le suena a nada. A su vez, ellas -al menos las más razonables- deberán allanarse a que hay cosas que la Providencia no va a resolver.
Y luego está el médico, Samuel (con quien Mathilde mantiene una relación bastante singular porque ella es muy independiente), quien dice detestar a los polacos, que está bien todo lo que les hicieron los nazis y los soviéticos; excepto a los que murieron en Auschwitz.
El es judío. Y en Polonia -lo vimos en Ida VER COMENTARIO– hay una mezcla de antisemitismo, catolicismo, anticomunismo, todo revuelto, y él lo sabe.
Tras este drama humano es maravilloso constatar cómo se encuentran estas distintas miradas y cómo frente a la tragedia, tres posturas tan distintas frente a la vida pueden unir a las personas siempre que en ellas haya humanidad.
Dentro del grupo de religiosas vemos varios matices: como la Superiora (Agata Kulesza, protagonista de Ida), una mujer rígida, obcecadamente apegada a las normas, los reglamentos y la disciplina, preocupada principalmente por el honor (el qué dirán, en suma) que la transforman en un fariseo, esos que Cristo despreciaba porque se alejaban completamente de la esencia del cristianismo que es la misericordia, el “caritas” (el amor), la comprensión sin juzgar.
A su vez, Mathilde, comprometida con su oficio -ella ha estado salvando soldados en el frente- establece lazos con varias de aquellas mujeres.
Es muy bello y simbólico el puente que se establece entre estas mujeres, que se ayudan y resuelven lo que parece no tener solución.
Para la Dra tampoco es sencillo: es amonestada por llegar tarde al hospital pero cuando se acerca y vivencia la tragedia de estas monjas, se humaniza. Ella, que es una muy buena mujer, ha sido hasta el momento una persona bastante fría.
Sé que todo esto suena a una tragedia imbancable, pero no es así.
Yo no quisiera por nada del mundo que dejaran de ver esta película.
Es muy sobria. Los momentos horribles -que ciertamente uno ha ido entendiendo- son relatados en una conversación muy breve y lo que finalmente triunfa es aquello que los seres que parecemos tan distintos y distantes nos podemos regalar unos a otros para ser mejores personas.
Gran lección sobre cómo nunca hay que perder el foco; que los reglamentos están hechos para servir un gran fin y no al revés.
Es dramática sí, pero conduce a un muy hermoso y conmovedor final.
La bondad, el amor, triunfan sobre la devastación y la perversión que se desata en una guerra.
Una tragedia sobre la que se arroja una luz esperanzadora y emocionante, esa luz con que las personas buenas -no importa si son religiosas, ateas, católicas o judías- son capaces de iluminar los peores momentos. Allí donde aflora lo mejor del ser humano en todo su esplendor.
Una reflexión histórica muy necesaria.
DIRECTORA: Anne Fontaine (Coco avant Chanel, 2009)
Duración: 1 hora 50.
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