Hay que tener talento y una sensibilidad muy fina como para imprimir tensión -tenue pero persistente- a un drama tan sutil como Leave no trace.
Debra Granik -misma que lanzó a la fama a Jennifer Lawrence en Lazos de sangre (2010)- filma en medio de una naturaleza verde y generosa, durante casi la totalidad de la hora y 40 que dura el metraje de esta película.
En un gran parque, la cámara escudriña a un hombre y a una chica que acampan de manera bastante rudimentaria. Ella recoge flores silvestres, luego champiñones y escuchamos ese silencio que solo interrumpen los pájaros. Junto a la tienda -una carpa hechiza- hay una tela para filtrar agua. El usa piedras para encender el fuego y cocinar. El sonido de una motosierra los alerta. Son guardadosques. “¡Simulación!” instruye él y se esconden entre la vegetación. “Siempre trata de no dejar huella” (el Leave no trace del título), le dice a la chica.
Granick intriga al espectador y lo conduce a internarse con sus protagonistas entre los árboles si es que quiere saber más de ellos. Unos pocos diálogos y nos enteramos que Will (Ben Foster, Nada que perder (VER COMENTARIO) y Tom (Thomasin McKenzie) son padre e hija, que viven allí porque él quiere estar lo más al margen posible de la civilización; ella, a sus 13 años, lo sigue porque es lo único que tiene en el mundo.
Si el personaje de Viggo Mortensen en Capitán Fantástico (VER COMENTARIO) -junto a su familia- seguía al pie de la letra los postulados de Thoreau, lo de Will no es doctrina. Es un veterano de guerra con stress post traumático, viudo, que está incapacitado para insertarse en la sociedad. Como si su instinto gregario se hubiese anulado.
El amor filial que se profesan con su hija lo mantiene a él enfocado en cuidarla y criarla -a su peculiar manera- y a ella siguiéndolo por respeto y cariño, en un sistema de vida que ya empieza a chocar con su inevitable camino hacia la madurez.
Tom ha dejado de ser una niña, lo que implica una natural necesidad de integración al grupo, sus pares.
Las circunstancias los obligan a dejar ese parque en Portland, Oregon. Tras un paso por unas plantaciones de pinos, Will decide dirigirse al norte, lo que necesariamente añade dificultad a su obstinación por la vida aislada y en naturaleza. Y a la vez, termina por revelar a Tom el valor de la vida comunitaria: porque lo que en su padre está dañado, en ella no lo está.
Granick filma con delicadeza y cariño a esas comunidades dispersas, hasta donde llegan Will y Tom, organizadas armónicamente un poco al borde de la civilización, que a veces se reúnen a cantar en torno a una fogata.
Pero ni siquiera esta pequeña y sencilla “tribu” resulta tolerable para el ermitaño Will.
De la debutante Thomasin McKenzie la directora obtiene las más entrañables escenas, muchas veces nada más que a partir de un despojado primer plano, elocuente sin necesidad de más recursos.
En esa misma fibra, Ben Foster, con sus silencios y su rostro retraído nos asoma a los demonios con que carga Will.
El resultado es un drama delicadamente emotivo que sin estridencia alguna nos introduce en las renuncias que necesariamente conllevan el amor filial: el dolor que significa crecer y dejar crecer. Pura humanidad.
Leave no trace es una experiencia inolvidable en la que nos involucra la hábil mano de la directora.
Un fino bocado para cinéfilos y personas sensibles.
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