Bacalaureat. Reparto: Adrian Titieni, Vlad Ivanov, Maria-Victoria Dragus. Director: Cristian Mungiu. Rumania, 2016. Duración: 128 minutos.
El director y guionista rumano Cristian Mungiu se nos hizo inolvidable con una película que merece estar entre las 100 mejores de la historia del cine: Cuatro meses, tres semanas y dos días (Palma de Oro Cannes 2007, entre una cuarentena de premios). La historia transcurría en 1987, bajo la dictadura de Ceausescu.
Con Bacalaureat (Graduation, Los exámenes), en 2016 Mungiu volvió a ganar la Palma de Oro de Cannes (ex-aequo), esta vez como mejor director. Este relato se desarrolla en el presente, con personajes que son retornados: una pareja que en algún momento huyó del régimen comunista y que tras regresar, de alguna manera que no expresa directamente, sabe que se estaba mejor en otro lado.
Romeo Aldea (Adrian Titieni) es un médico cincuentón que vive con su esposa Magda, que trabaja como bibliotecaria, y su hija de 17 años, Eliza (Maria-Victoria Dragus), en Cluj, un pueblo de Transilvania. Un lugar desangelado, gris, como los bloques de departamentos donde reside la familia, al lado de una línea de tren y un pavimento en reparación. Allí se escuchan permanentemente voces, ladridos de perros, niños jugando, vecinos conversando, en una suerte de murmullo general. (En contraste, la bellísima banda sonora que atraviesa la peícula, un Stabat Mater, de Vivaldi, incluido).
Una pedrada rompe un vidrio del departamento. Romeo sale a buscar al hechor sin resultados. Es de mañana y por ahora lo más importante es llevar a Eliza, una chica brillante, que ya tiene como oferta una beca para irse a estudiar a Cambridge, a dar sus últimos exámenes al instituto.
De ese resultado depende su futuro y su padre está decidido a que éste sea en Inglaterra y hará lo que sea porque ello se concrete. Aunque ni Eliza -que tiene un novio- ni Magda parecen convencidas; tampoco la abuela.
Pero esa misma tarde, Eliza es atacada por un desconocido y termina en el hospital con un brazo enyesado y muy mal anímicamente.
Romeo es un hombre cuya existencia es tan ploma y desesperanzada como lo que lo rodea: su matrimonio no funciona; su amante se está cansando de sus indecisiones y su anciana madre depende de él.
Nada en su vida está en su lugar y eso, en todo caso, Magda, que es otra desilusionada de las decisiones que alguna vez tomaron, lo sabe. Lo que lo mantiene activo, su motor, su razón de ser es sacar a su hija de ese lugar.
Ahora, junto con conseguir que la burocracia le permita rendir los exámenes que le faltan, convencerla a ella de que vaya a darlos, ir donde su amigo policía a indagar sobre el ataque, se decidirá a hacer ciertos intercambios de “favores” para alcanzar su meta principal.
Algo que choca con la ética que han inculcado él y Magda en su hija (“te criamos para que fueras siempre honesta”).
Es que “a veces lo que importa es el resultado”, intenta explicarse con desánimo este hombre honrado, que se involucrará en esa corruptela que es el tráfico de influencias.
“En la vida hay cosas importantes que dependen de cosas pequeñas”, intenta justificarse. A lo que Magda retruca: “sé que jugar limpio tiene un costo”.
Mungiu maneja estas discusiones éticas y existenciales envolviéndolas en una atmósfera de thriller, en una tensión que se siente pero cuyo origen no es nada obvio de descifrar. Alterna escenas introspectivas de sus personajes en solitario, con muchas secuencias casi enervantes en que suenan teléfonos, se cruzan los diálogos, todo sucede a la vez.
Y en forma recurrente, ese plano padre-hija enfrentados. “Queremos que tengas una buena vida”, escucha Eliza de sus padres.
Ellos se sienten derrotados. Como le dice un médico amigo a Romeo: “Para nosotros es tarde”.
Su frustración la proyecta tan desesperadamente en Eliza que no se detiene a pensar qué siente y qué quiere ella.
Por eso, si bien Bacalaureat es por un lado, un descarnado e interesante retrato de la sociedad rumana que arrastra secuelas de un sistema de relaciones y de poder corrompido, es a la vez, en este foco padre-hija, tan universal que podría ocurrir aquí mismo.
Y esta mirada humanista, directa a las personas, es la que predomina y conmueve.
Si se dice cinéfilo, tiene que tenerla en su colección.
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