Desde que descubriera Londres en ese extraordinario drama moral que es “Match Point”, Woody Allen se volcó hacia Europa para filmar, no piezas de cine, sino más bien documentos turísticos nice como “Vicky Cristina Barcelona”.
En ese ánimo es que hizo “MEDIANOCHE EN PARIS”, una película tan ingrávida e intrascendente como la que filmó con Penélope Cruz y Javier Bardem.
En su aventura parisina, Allen ubica a sus protagonistas en el mejor de los mundos, ese al que tiene acceso un reducido grupo de ciudadanos de este planeta, que circulan por hoteles y tiendas de lujo como Pedro por su casa.
Gil (Owen Wilson), guionista norteamericano, e Inez (Rachel McAdams) están de novios y de viaje por París, junto a los padres de ella, John y Helen. Las aspiraciones de Gil de convertirse en novelista no encuentran ningún eco en Inez (un proyecto de bruja, cómicamente castradora), ni menos sus intereses culturales.
Hasta que mágicamente, justo a la medianoche, el desorientado intelectual se ve transportado a los locos años 20 de la mejor manera posible: se va de carrete con sus artistas y escritores soñados… Ernest Hemingway, los Fitzgerald, Dalí (Adrien Brody), Man Ray, Luis Buñuel y hasta le levanta la novia a Picasso, Adriana (Marion Cotillard). Enseguida, consigue que Gertrude Stein (Katthy Bates) revise el manuscrito de su novela.
Como la Cenicienta, Gil regresa por las mañanas a los algo gélidos brazos de su novia, más interesada en la agenda que tiene con sus padres -comprar muebles de lujo para su casa en Beverly Hills, por ejemplo- que en acompañarlo en sus sueños.
Una película más bien mediocre, pero extraordinariamente agradable de ver.
Lo mejor: las breves apariciones de Carla Bruni.
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