Este es el tipo de película que suele ser del gusto de cierto público adulto que no está para blockbusters -súper héroes y demases- ni tampoco para el cine arte.
«Mi vieja y querida dama» es un drama clásico, con pinceladas de humor, muy teatral -como que es el debut como director de cine del dramaturgo Israel Horovitz, sobre su propia obra- y que se apoya en tres muy buenos y sólidos actores para desarrollar una trama que bien pudo contarse sobre las tablas.
Claro que si se tiene a París como escenario, se agradece que haya sido llevada a la pantalla.
Mathias (Kevin Kline), un neoyorkino algo vulgar, que prefiere que le llamen Jim, llega a París buscando un departamento que su padre -con quien no se hablaba- le ha dejado en herencia.
Se encuentra con una vivienda de tres pisos y jardín, en el barrio de Marais, un poco a mal traer, pero ciertamente valiosa.
Mathias o Jim -un hombre que no ha acumulado más que fracasos en su vida- ve que por fin la suerte está con él.
El detalle es que el departamento en cuestión está ocupado por una anciana, Mathilde (Maggie Smith) y su arisca hija, Chloé (Kristin Scott Thomas). La mujer le explica al recién llegado que la propiedad le ha sido entregada en comodato a ella, precisamente por su padre. Es decir, Jim no puede ni venderla ni deshacerse de las inquilinas.
Obligados a convivir a regañadientes mientras resuelven el asunto -que en realidad mucha solución no tiene- van revelándose secretos familiares insospechados con los que entre los tres, pero sobre todo Jim, terminan armando un verdadero puzzle y aclarándose muchas cosas.
Ciertamente la sola presencia de Maggie Smith, con un personaje de mayor tonelaje dramático que los que le hemos visto habitualmente, le agrega valor a un filme que si bien se juega entre tres personajes, la tiene a ella como centro de todo.
Se trata de una historia más o menos predecible, no demasiado original y que abusa de ciertos clichés, pero que sin embargo fluye bien y se deja ver.
Es algo así como pasar una tarde agradable.
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