(En tienda Fílmico, Paseo Las Palmas).
Si usted es adicto al buen cine me prestará inmediata atención si le nombro a Mike Leigh. Y si además le seduce el arte plástico, lea, porque esto es sobre Joseph Mallord William Turner (1775-1851), precursor adelantado del impresionismo, paisajista romántico de la época georgiana, un artista cuya obra ha influido hasta el arte contemporáneo.
Y esta es una película fascinante, entretenida, a la que no le sobra ni una sola escena.
En «Mr Turner», dos ingleses -director y personaje-, de distintas épocas y diferentes oficios, nos abren las puertas de su genialidad para dejarnos con la boca abierta y el espíritu lleno.
El legado de Turner, que fue cuantioso, incluye un prestigioso premio anual con su nombre, y sus cuadros son esos que aparecen hasta ahora en las noticias porque Christie’s los remata en millones de dólares: en 2006 un magnate de Las Vegas desembolsó US$35 millones 800 mil por un paisaje de Venecia, superando incluso al Museo J. Paul Getty que pagó 100 mil dólares menos en 2010 por «Vista de Campo Vaccino en Roma».
Así como en «Topsy Turvy» Mike Leigh se sumerge en el mundo del teatro, aquí, él y su equipo se pasaron años estudiando a Turner, lo que no es poco porque fue muy prolífico (en la Tate Gallery hay 20 mil obras suyas).
El protagonista, el actor Timothy Spall (fue Churchill en «El discurso del rey») no sólo leyó ¡20 libros! sobre Turner sino que tuvo un asesor que le enseñó a pintar y a hacer bosquejos como él lo hacía.
Tras imbuirse en el personaje, su vida y su arte junto a todo su equipo, Leigh eligió sus últimos 25 años para construir la película y focalizarse en aquello que lo define: su obsesión por la luz («el sol es Dios», dice en su lecho de enfermo).
Nacido en Covent Garden, de clase obrera, su padre, una persona crucial en su vida, fue barbero. Cuando comienza el filme, Turner, que ha alcanzado fama y éxito hasta el punto de pertenecer a la Real Academia de las Artes, no deja de ser un controvertido personaje, algo gruñón, distante y desinteresado de su descendencia. Vive con su padre anciano, quien va al mercado a comprar las pinturas, hace las mezclas, prepara sus bastidores.
La madre es un personaje tácito (sólo un breve y doloroso flashback muestra su locura) que aparece en una conversación padre-hijo en un dramático, elocuente y a la vez sobrio momento.
En esta búsqueda de la luz, la cámara lo sigue en sus caminatas por el campo, los acantilados, las caletas, en grandes planos generales -otros más acotados- en los que el sol brumoso pero de gran luminosidad entra e inunda la imagen.
El hombre caminando como en su pintura: despuntando el alba o en el ocaso.
La cámara fija dejando entrar al hombre en el paisaje.
O bien, en las escenas más íntimas, desde una puerta de entrada o desde la subida de una escalera, mientras los personajes entran y salen de cámara, hablan, se relacionan.
En esta búsqueda, Turner se traslada en barco a Margate (que aquí fue reemplazado por Cornualles), un lugar reconocido por su singular luz.
Allí traba amistad con una pareja de hostaleros. El le relata que fue marinero, pero que no está orgulloso de ello, porque lo fue en un barco que trasladaba esclavos, a los que muchas veces arrojaban al mar encadenados ante una emergencia. De allí nace uno de sus cuadros.
Su pintura es vivencia. Para estudiar la luz de una tormenta se hace amarrar en un mástil mientras le golpea el agua y la nieve. O navega en un bote para ver el gran barco que luego sería «El temerario», quizás su obra más famosa.
Ojo con la secuencia -la más larga de la película- de la gran exposición de la Real Academia de 1832: 250 cuadros, decenas de pintores discutiendo o retocando sus lienzos (fueron todos pintados por el el Departamento de Arte del equipo fílmico: no hay digitalización).
En «Mr Turner» el espectador no es tal: la experiencia es la de un zambullido dentro de una historia, del cual sólo se puede salir con el alma iluminada.
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