A un ritmo trepidante que va in crescendo -y que es de infarto en el último tercio- Rodrigo Sorogoyen filma en El Reino una trama tan verosímil de corrupción política que si bien se sitúa en España es todo lo universal que cualquiera se pueda dar cuenta.
El cineasta pone en imágenes aquello de que “el poder protege al poder”. Una frase que le dice uno de los personajes al protagonista y que él se la devuelve cuando ya se nos ha abierto todo el pesado sentido que carga esa afirmación.
La historia se inicia en una ciudad de una Comunidad Autonómica (cuyo nombre jamás se menciona) en 2007. Manuel López-Vidal (Antonio de la Torre) se une a una alegre mesa donde están sus correligionarios de partido y amigos. Se come y se brinda en un verdadero jolgorio: bromean con unas libretas que circulan de comensal en comensal, se ríen, hablan todos a la vez. La televisión encendida muestra en Madrid al reciente vice secretario general del Partido, Rodrigo Alvarado (Francisco Reyes), anunciando “tolerancia cero a la corrupción”.
El grupo lo escucha, se ríen y López-Vidal, un político ambicioso que está a punto de conseguir un importante puesto, lo remeda.
DE VÉRTIGO
Los primeros 20 minutos son un desafío para el espectador, no solo por el español cerrado con que hablan animadamente: es que junto con ir mostrando el entorno profesional y familiar de López-Vidal -su mujer y su hija adolescente-, la velocidad con que se precipitan los hechos corren a la par que él. En su auto con chofer, no suelta su celular; va y viene de su oficina a las de la oficina central del Partido en Madrid.
Un feo escándalo de corrupción acaba de estallar y él recorre uno a uno a sus cercanos -los mismos del almuerzo y otros más- asegurándose de que ello quede allí. Pero el asunto no solo lo salpica sino que lo ubica exactamente en el ojo del huracán.
Mientras ve cómo desciende desde su podio de inmenso poderío a la categoría de leproso (ni le devuelven los llamados), Manuel no ceja ni detiene su ritmo imparable: es astuto, temerario y soberbio.
EXTRAORDINARIO TRABAJO ACTORAL
Sorogoyen, que ya había trabajado junto a Isabel Peña en el guión de Que Dios nos perdone
(VER COMENTARIO) (2106), también recurre a Antonio de la Torre para el protagónico y a otros actores de esa misma película, como Luis Zahera y Mónica López, así como intérpretes de la solvencia de Bárbara Lennie (Petra) o José María Pou.
Porque si bien esta historia tiene un claro protagonista -sobre quien la cámara nunca se despega-, la relevancia de aquellos personajes que lo rodean es tal que exige de todos ellos un trabajo actoral tan brillante como el que el espectador puede disfrutar aquí. Desde los de primera a los de segunda fila de secundarios.
UNA VORÁGINE SIN FRENO
La precisa música electrónica (Olivier Arson) que acompaña los urgentes y nerviosos pasos del protagonista lo sigue igual que la cámara y luego se repliega cuando se desata un thriller de suspenso tras explotar en telediarios y periódicos una trenza de corruptelas, que involucra lo inimaginable y que ni el astuto López-Vidal vio venir tan de súbito.
Pero el hombre nunca se da por vencido aunque atraviese el amargo sendero de la traición y se sumerja en las acciones más temerarias, en una vorágine sin freno.
“Yo no he hecho nada especial. (Solo) encajar en una maquinaria que lleva engrasada durante años”, afirma con seguridad Manuel. Él porfía que su defensa es justicia simplemente.
La tensión no se detiene. Sorogoyen filma con tal maestría que no hay un solo plano demás: cada cuadro contiene datos relevantes y con ellos construye una sorberbia ficción que, junto a su coguionista, armaron tras entrevistar a jueces, políticos, periodistas.
En El Reino no hay buenos ni malos. Tampoco -salvo la hija del protagonista- hay inocentes. Lo que hay es seres humanos que han normalizado sus bien disfrazadas acciones delictivas y se han dejado de preguntar, hace rato, cuán ético es aquello que ya han convertido en un hábito.
¡Imperdible!
(En tienda Fílmico, Paso Las Palmas).
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