Un buen thriller de suspenso, de esos que mantienen al espectador nervioso casi todo el metraje, es «Sin aliento», una película sin pretensiones -y algo predecible, es cierto- que ha levantado algunas airadas reacciones (ha sido acusada de racista, entre otras cosas), polémica que, a decir verdad, le queda algo grande para lo que es.
Jack Dwyer (Owen Wilson) es un ejecutivo medio al que su empresa ha decidido trasladarlo desde Texas a un país (nunca precisado) del Sudeste asiático.
Allá parte con su resignada mujer, Annie, y sus dos pequeñas hijas. El clásico «¿cuánto falta?» es, en este caso, ¡11 horas en avión! Período suficiente como para que cuando aterricen, hayan ocurrido muchas cosas.
Para su suerte, en el vuelo han conocido a Hammond (Pierce Brosnan), un sujeto que conoce el mundo -y este especialmente- y que los traslada al lujoso hotel donde estarán hospedados, luego que no apareciese por ninguna parte quien debió recogerlos en el aeropuerto.
A la mañana siguiente, a Dwyer nadie lo ha contactado de su oficina, no funcionan ni los teléfonos, ni internet. En el lobby, el conserje le da una explicación no muy convincente, le dice que no dispone de diarios y le indica que un par de cuadras más allá puede encontrar alguno.
Jack camina entre mercados y tiendas y de pronto se ve literalmente en medio de una guerra: a un lado uniformados, al otro, furiosos hombres, todos profusamente armados.
De ahí en adelante, y tras lograr llegar al hotel, Dwyer y su familia no pararán de huir, esconderse y correr -al igual que el resto de los huéspedes del hotel- porque el blanco favorito de quienes se han tomado el país (sí, esta es una guerra civil con todo) son precisamente los extranjeros. Y si alguien tiene cara de gringo, ese es Jack.
Ciertamente Jack Dwyer no es Jason Bourne ni Owen Wilson es Matt Damon, pero el rubio comediante se las arregla lo más bien en su rol de padre desesperado por sacar a su familia de un infierno que no conoce, sin saber tampoco para dónde.
Es verdad que sobran las escenas de las niñas quejándose por hambre o porque quieren ir al baño, pero ¡vamos!, tampoco están ahí para que no abran la boca. (Ni que decir del karaoke del comienzo).
Probablemente para no ser acusado de lo que igual lo acusaron, el director y guionista insertó, en boca de Hammond, un discurso político-medioambiental sobre la maldad de las corporaciones del primer mundo y la bondad de los guerrilleros que los persiguen. El problema es que los buenos chicos ya se han pasado toda la película despostando gente a machetazos, disparando por doquier metralletas desde helicópteros y cañonazos desde tanques a lo que se mueva e incendiando lo que sea a su paso.
Aunque no hay que ser muy avispado para adivinar quiénes se salvan y quiénes no, hay que admitir que la acción y ver cómo se las ingenian los protagonistas para salir de distintos atolladeros logran mantener la atención.
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