En una casa pequeña y algo maltrecha, donde se amontonan objetos y personas, viven los protagonistas de Somos una familia (Shoplifters), del gran Hirokazu Koreeda, ganadora de la Palma de Oro en Cannes 2018 y candidata al Oscar 2019 mejor filme habla no inglesa.
Es como si allí dentro no hubiese cómo circular: cocina, comedor, dormitorio, baño son casi un continuo. Hasta la cámara pareciera no tener más espacio que para estar encima, con tomas que inevitablemente recuerdan al maestro Yasugirô Ozu (el foco a la altura de las personas sentadas). Pero no hay roces, incomodidad, ni discusiones agrias: al contrario. El grupo trasunta una armonía natural y hasta cierta alegría de vivir, pese a las notorias incomodidades y la precariedad en general.
Sus moradores son una familia del todo “hechiza”, que para efectos oficiales llamaríamos disfuncional. Y sobre aquello, precisamente, es que nos interroga desafiante esta película.
Como es una constante en su cine, Koreeda vuelve sobre lo que parece su obsesión: la familia, lo que sea que eso englobe. Lo hizo en De tal padre, tal hijo (2013), Después de la tormenta (2016) o Nuestra hermana menor (2015, basada en un manga, recién estrenada el año pasado en Chile), estas tres muy enfocadas en la búsqueda del padre o su presencia simbólica.
n buena parte de las dos horas del metraje de Somos una familia se mantiene al espectador en ascuas, como un voyeur al que nadie la facilita las pistas. Ese es uno de los méritos que la hace singularmente atractiva: es una película que exige involucrarse, ser activo.
Osamu, un hombre de mediana edad, sobrevive de pequeños robos en tiendas y supermercados, con la ayuda de Shota, un chico de unos 10 años, en una curiosa coreografía sincronizada.
El resto de esta peculiar familia la conforman Nobuko, una mujer que trabaja en una tintorería; la abuela Hastsue (que cada cierto tiempo va a recoger un dinero de familiares) y Aki, una jovencita que se gana unos pesos exhibiéndose en un “peep show”.
Una noche, de regreso a casa, Osamu y Shota encuentran a una niña pequeña, Yuri, que ha escapado de su hogar. Se compadecen y deciden llevarla con ellos. Aunque pasa mucho antes de que emita palabra alguna, Yuri se integra y es acogida como otra parte más de esta familia ensamblada, que también tiene alegres momentos de dispersión.
Llegado este instante, de quien más sabemos es de Yuri. De allí en adelante se nos abrirá el duro pasado con que carga cada uno de los habitantes de esta casa, ya sea que como Yuri, aunque en otras circunstancias, han huido de sus lugares de origen o que han sido excluidos en alguna forma.
Tres situaciones harán trizas este precario equilibrio. Son giros que se producen en torno a la abuela, a Yuri y a Shota.
Se trata de hechos de muy distinta índole, de intensa carga dramática, pero abordados con el tono y tratamiento narrativo diferente que requiere cada uno.
El caso de Shota es más sutil y no por ello menos gravitante en el resultado final: en una muy breve y silenciosa escena, en la que el chico observa pasar unos escolares, se nos devela su incomodidad por esta vida aparentemente ideal para un niño como él.
La película de Koreeda podría asimilarse a lo que se conoció como Shomin-geki, filmes de entreguerras que abordaban conflictos de las clases más desposeídas. Este es el mundo de los marginados, pero no por ello infelices. Ciertamente el cineasta le da una vuelta a aquello y tampoco se queda en la pregunta que surge obvia: ¿dar a luz te convierte en madre? (los padres no se eligen).
Entonces ¿qué conecta a las personas? Familia es, ni más ni menos, vivir juntos.
No solo esta “familia” es entrañable: la historia es tan cercana y universal en sus dobleces y entresijos que podría ocurrir aquí o en Florida o en Roma. En función de ello, la genialidad de Koreeda alcanza también para algo tan complejo como la dirección actoral de los varios niños que arman esta belleza coral.
Una película imprescindible.
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