En la línea de su exitosa Jackie —y, un poco más distante, de Neruda— nuevamente Pablo Larraín elige, en Spencer , un personaje de impacto mediático mundial, contemporáneo pero ya fallecido, para construir una “no-biopic”.
Esto es, una historia fabulada que arranca sobre hechos reales e imagina al ser humano tras el personaje, deteniéndose en sus más íntimas pulsiones y sentimientos.
La película, y sobre todo el desempeño de Kristen Stewart, han sido profusamente alabados (aunque también ha tenido sus detractores).
Visualmente epatante desde que abre hasta que cierra, sitúa a Lady Di en el fin de semana de la Navidad de 1991, cuando la familia real ha decidido celebrar las fiestas en el Palacio de Sandringham.
Diana maneja su Porsche descapotable por la campiña inglesa. Pierde el camino y de pronto se encuentra con el que fue el terreno familiar, el de los Spencer.
Lograr llegar a Palacio es una aventura, pero el desencuentro al interior de él continúa. Diana se aparece con retraso en la cita familiar, en la cena y en todo lo que está establecido en la agenda.
La cámara no se detiene en esas reuniones sino que la sigue a ella en su deambular laberíntico por escaleras, pasillos, comedores. El personal la orienta, le deja perfectamente organizados, por días, los trajes que debe usar, pero ella circula presa de una angustia que evoluciona, a lo largo del metraje, de disimulada y contenida a exteriorizarse.
Visita a menudo los baños, como lo hacen los bulímicos, o se encierra en su habitación.
Como en una ensoñación, de pronto confunde a las personas. Y se obsesiona con Ana Bolena, que surge como un personaje fantasmal y simbólico: un libro sobre la primera de las esposas decapitadas por Enrique VIII ha aparecido en su recámara.
Es la Diana que se siente amenazada y sofocada en esa Familia, a la que llega a sentir como su enemiga, y que intenta reencontrarse con su origen: corre por los campos para internarse en la casona abandonada y derruida de los Spencer. Allí ha tomado la chaqueta del espantapájaros como un tesoro.
Su acto liberador supremo —gran secuencia— es conducir su auto descapotable, junto a sus dos pequeños hijos, hacia un lugar simbólicamente opuesto a Palacio: un restorán de comida rápida. Mientras cantan, con la radio a todo volumen, “All I Need is a Miracle” (de Christopher Neil y Mike Rutherford).
Más bien descriptiva y circular, la película se juega en sus imágenes —alternando grandes planos aéreos, planos generales y aquellos más cerrados— y en un montaje que subraya pomposas externalidades (¡ese muestrario de vestidos!) que chocan con el atribulado ser interior de su personaje.
La música de Jonny Greenwood (Radiohead) es de tal potencia que parece disputar la atención del espectador. Algo completamente diferente a lo que el mismo Greenwood hizo con la Banda Sonora de El Poder del Perro (Jane Campion, Netflix), donde la música se ensambla y juega a mimetizarse con las tensiones y atmósferas marcadas por la cámara y el guion.
Grandes actores británicos, como Timothy Spall y Sally Hawkins, son los secundarios que más relucen. El resto, aparecen desdibujados, casi inexistentes.
Aunque el guión lo firma el gran Peter Knight, escritor de películas tan intensas como Locke o Promesas del Este— Spencer tiene el sello y el estilo de Pablo Larraín.
Spencer
Dirección: Pablo Larraín
Guión: Steven Knight
Música: Jonny Greenwood
Fotografía: Claire Mathon
Reparto: Kristen Stewart, Jack Farthing, Timothy Spall, Sally Hawkins, Sean Harris, Richard Sammel.
Reino Unido/ Alemania/ EE.UU./ Chile, 2021. Duración: 116 min.
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