Encantadora, posiblemente parecida a otras que uno haya visto, pero Bill Murray, desde que resucitó su genio en «Perdidos en Tokio», puede hacer de una historia un poquito predecible algo memorable.
«St. Vincent», en todo caso, no está construida sobre la base de un guión cualquiera. Es una comedia dramática bien escrita, con personajes queribles, divertido y nada ñoños, con situaciones a lo menos sorprendentes y sí, bien emocionante al final (lagrimita agreguen aquí).
Vincent (Murray) es un desastre a tiempo completo: divide su tiempo entre el bar de la esquina, las carreras de caballos, una prostituta embarazada (Naomi Watts, nada menos) y el chiquero que es su casa, gato incluido. En el banco está sobregirado, naturalmente, y a su cacharro maltrecho le cae encima la rama de un árbol cuando a la casa vecina llega el camión de la mudanza. Y con ellos, una señora y un niño, Oliver.
Las circunstancias harán que Vincent se transforme en el babysitter de este chico flacuchento y vulnerable, aunque nada de leso, que entra como alumno a un peculiar colegio católico, con alumnos de cualquier religión o ninguna. El se presenta como judío y el cura que enseña, encantado.
Aquí cada quien arrastra su historia y sus heridas y encajan como pueden.
De eso se trata la vida ¿no?
Como para recuperar el optimismo y la fe en la humanidad.
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