Esos muñequitos de pelos parados y colorinches que hacían furor entre los niños de los ’80 (aunque son juguetes creados en los ’50) llegan convertidos en personajes de la mano de Dreamworks.
Trolls es prácticamente una comedia musical y Justin Timberlake se divirtió como productor eligiendo canciones ochenteras que provocan carcajadas gracias a las circunstancias a las que están asociadas.
La historia de los Trolls se relata a partir de un libro de cuentos, con hojas troqueladas.
Optimistas, alegres, estos pequeños seres no conciben la vida sin fiestas, celebraciones y toda clase de ritos entretenidos y afectuosos. Música a todo dar, mega producciones, luces, cotillón, baile ¡lo que sea! La encantadora y optimista Poppy es la que lleva el pandero. El único que desentona (y esto es literal: él es gris) es Ramón (o Branch), siempre hosco y tan apocalíptico que se ha construido un refugio inexpugnable.
Tan perdido no está.
Inconscientes por naturaleza, los Trolls se han olvidado que alguna vez estuvieron prisioneros de los Bertenos (o Bergens), que tienen la peregrina idea de que la única manera de ser felices es ¡comer trolls! (algo así como tragarse un payaso).
“Sounds of silence”, de Simon & Garfunkel; “Hello”, de Lionel Ritchie; “Total eclipse of the heart”; “True Colors” y otras conocidas canciones -por supuesto también de Timberlake- dan la nota alta y resultan claves para provocar situaciones de humor.
A medio camino, aún cuando quedan ciertas escenas divertidas, la película va perdiendo interés y tensión. Aventuras, peligros y el desenlace esperado es lo que resta: no hay mucho más que contar y la moraleja es excesivamente obvia para estos tiempos.
Además de los guiños humorístico-musicales, lo mejor: el desbordante mundo de colores, luces y estímulos visuales con que se inunda la pantalla.
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