Sam, una joven de origen coreano, hija adoptiva de una familia de California, subió a su Facebook un video, como lo hacen millones de personas alrededor del mundo.
En este caso, se trataba de un ejercicio algo más profesional: Samantha Futerman es una actriz que vive en Los Angeles (ha tenido roles secundarios en películas como Memorias de una geisha o series como The Big C).
Era febrero de 2013.
Al otro lado del Atlántico, en Londres, Anaïs Bordier, una chica francesa también de origen coreano, advertida por un amigo, se encontró con este video y quedó demudada: en el youtube aparecía una persona idéntica a ella.
Así comienza a desgranarse la asombrosa historia que narra Twinsters.
Realizado por la propia Samantha, el documental registra paso a paso —internet mediante (redes sociales, whasap, skype)— el improbable reencuentro de dos gemelas separadas desde muy pequeñas por el destino (¡sí, parece telenovela!) y el camino que emprenden juntas en busca de sus orígenes.
Twinsters tiene la frescura de un relato que procede de la fuente originaria, es decir, es una autobiografía construida con la progresión en que se van precipitando los hechos, a la vez que se utilizan los mismos medios que posibilitaron que esto ocurriese.
Un reality ¡pero de verdad!
La instantaneidad de la comunicación online y global muestra aquí su aspecto más luminoso. Las casi infinitas posibilidades de contactarnos, de que incluso dos personas que ni siquiera sabían de la existencia la una de la otra, que desconocían una verdad tan trascendente acerca de ellas mismas lleguen a comunicarse fácilmente y a encontrarse era algo impensado hace tan solo algunos años.
Solo que de paso, la historia de Sam y Anaïs viene a dejarnos en evidencia que las relaciones humanas, para que sean verdaderas, requieren del encuentro real, no virtual, piel a piel.
La asombrosa tecnología de la que disponemos nos facilita la posibilidad de ese encuentro, pero, como lo demuestra la urgencia de las hermanas por “verse” y “tocarse”, no es hasta que nos miramos a los ojos, descubrimos pequeños gestos, reacciones nimias y reconocemos al otro en su entorno es que no nos conocemos verdaderamente.
Por eso al comienzo todo es risas nerviosas; visitas en que se comportan como niñas pequeñas.
Las respectivas familias adoptivas comparten la felicidad y alegría de las chicas y, como lo han hecho desde que las acogieron, las acompañan y ayudan en su proceso.
Luego ellas se contactarán con sus emociones y sentimientos más profundos.
Uno de los aspectos que llama la atención en Twinsters es aquello que vamos conociendo mientras Sam y Anaïs, y sus familias, van y vienen: lo relevante que resulta para la sanidad emocional de ambas el rigor, cuidado y transparencia con que se llevaron a cabo sus procesos de adopción.
En ese camino de búsqueda de su origen biológico las niñas enfrentan la frustración de que su progenitora permanece en las sombras.
Pero ellas, en el intertanto, han constatado cómo su vida no ha sido más que una suma de afectos: las de las respectivas madres “guardadoras” que las cuidaron cuando recién nacidas; el amor con que sus familias de acogida las criaron, siempre con la verdad por delante; las “nuevas” familias que cada cual se regalaron; la calidez de las personas de las agencias de adopción; de la especialista en ADN que las ayuda.
Desde esa solidez que proporciona haber sido arropadas permanentemente con una verdadera cadena amorosa, Sam y Anaïs están en condiciones de aceptar y comprender, sin juzgar, el silencio de su madre biológica.
(En Netflix).
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