Ver esta pequeña y linda película es como un homenaje a la gran Jeanne Moreau (que murió a mediados del año pasado) y a la fascinación que ejerce París para cualquiera persona en el mundo.
La historia es sencilla, pequeña y parte en una muy helada Estonia, en una pequeña ciudad cubierta por la nieve, donde Anna vive en un modesto departamento cuidando a su madre anciana y con alzheimer. Cuando ella muere, Anna recibe una oferta de una agencia de empleos para ir a cuidar a una anciana en París. Anna -que estudió francés en su juventud- es una mujer sola: sus hijos viven y trabajan en la capital, se ha separado hace mucho y su hermana es un ser ausente.
Experiencia tiene: antes de dedicarse, los dos últimos años, a velar por su madre, trabajó en un hogar de ancianos.
Al llegar a París, la espera Stephan, el hombre que la llevará al espléndido y finamente decorado departamento de Frida (Jeanne Moreau), una mujer mayor, que duerme con sus manos llenas de anillos, que se viste con ropa fina y carga con largas cuentas de collares y se niega a aceptar que ya no puede seguir siendo una femme fatale. Y ha intentado suicidarse.
Anne acepta sus prepotencias y sus provocaciones, fascinada con la posibilidad de recorrer París, cosa que hace a menudo (la ciudad es otra protagonista más).
De a poco, junto con Anna, el espectador irá desentrañando los misterios en torno a Frida -que es de origen estonio como su cuidadora y por momentos una auténtica arpía- su relación con Stephane, su pasado de diva.
Lo que le duele a Frida es algo que nos ocurrirá a todos en algún momento: la pérdida de poder, cualquiera este sea. Y ella se resiste, orgullosa y soberbia como es.
Anna es callada y no recibe las humillaciones: las deja pasar. Hasta que un día le espeta: “¡Que sea infeliz, no le da derecho a ser cruel!”.
Dirigida por Ilmar Raag
Francia/Bélgica/Estonia. 2012. TE + 7.
Al son de “Si tu m’apelle melancolie”, de Joe Dasin.
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