Los protagonistas de Diecisiete, de Daniel Sánchez Arévalo, son ese tipo de seres que caminan por los bordes, que se las arreglan para sobrevivir con más desventajas que otra cosa, básicamente porque hay un porfiado amor filial que los une.
La película —presentada en San Sebastián 2019— parte cuando Héctor (Biel Montoro), un chico de 17 años, con rasgos del espectro autista, hurta una motoneta, luego se esconde en una multitienda de la que en la mañana logra salir con un calefactor.
Es para su abuela, quien yace en un asilo, donde se ha estropeado hace semanas la calefacción. La señora solo pronuncia una palabra, carente de significado (al menos en castellano), y tampoco entiende demasiado lo que ocurre a su alrededor, pero en su semblante se adivina que su “aparato afectivo” está en las mejores condiciones.
Las huellas dejadas por Héctor hacen imposible que eluda la justicia. Acompañado por su hermano mayor, Ismael (Nacho Sánchez) llega para enfrentar a la misma jueza que lo conoce de memoria.
La mujer lo envía a cumplir su condena a un recinto de menores (de Primer Mundo) con una tarea: que estudie el código penal. Será la última oportunidad de esquivar la cárcel. Héctor está a poco de cumplir 18.
Además de dedicarse obsesivamente al encargo de la jueza, es integrado a una terapia, a la que él al principio se resiste: hacerse cargo, durante parte del día, de perros abandonados que están en proceso de adopción. Es una manera de enseñarles a integrarse, a cuidar de un otro y así a cuidarse a sí mismos.
Héctor es un chico con un pésimo manejo de la ira y de las frustraciones. Pero, es verdad, este día a día con “su” perro, al que bautiza como Oveja, empieza a surtir efecto.
Las cosas se precipitan de tal modo que la historia deriva en una singular road movie, en la que los hermanos y la abuela atraviesan campos, bosques e incluso el pueblo de donde procede lo que queda de esta familia, en el motorhome de Ismael.
En estas personas elementales hay más unidad y auténtico amor que en todo el planeta.
La abuela —con sus aparatos y remedios— es amorosamente cuidada por sus nietos, dos tipos de modos rústicos; y ella, en su estado, devuelve todo con una sonrisa.
Los diálogos que entablan no tienen desperdicio. El humor se asoma en un cotidiano tosco, tan sencillo y elemental que se agradece.
No sabemos —y tampoco importa— por qué la familia ha quedado reducida a esas tres personas.
Este camino que emprenden con la más curiosa de las misiones es lo que termina por sellar el reencuentro entre los hermanos, desesperadamente buscado por Ismael desde que se inicia el metraje.
Diecisiete destila humanidad, es elocuente en su sencillez y seductora en la aventurada trayectoria, llena de sorpresas a la vuelta de la esquina, de esta curiosa y adorable familia.
(En Netflix).
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