Buenos Aires. Una casona que alguna vez fue hermosa y elegante y hoy es un lugar lúgubre, sucio y desordenado.
Tal como su solitario dueño.
Leonardo Sbaraglia (¿se acuerda del conductor del auto en la carretera en Relatos Salvajes?) protagoniza Al Final del Túnel, un muy bien logrado thriller argentino, que ostenta un elenco al que se suman nombres de tanto peso como Pablo Echarri y Federico Luppi, cuyos inquietantes personajes resultan fundamentales para completar la construcción de una trama perturbadora y turbia.
Sbaraglia es Joaquín, un ingeniero informático que pasa su tiempo en el sótano, al que accede por un rudimentario montacarga: él está en silla de ruedas.
En ese lugar, Joaquín se sumerge en sus computadores, utilizando todo lo que ofrece el mundo online, armando sus propios “gadgets”, micrófonos, audífonos, etc.
Este lobo estepario herido en el alma, que fuma sin parar, tiene como única compañía un perro medio moribundo —o tan deprimido como su amo—: Casimiro. Son los sobrevivientes de lo que alguna vez fue un hogar, como lo sugieren las voces que se escuchan en off en las primeras imágenes, mientras la cámara entra desde el negro pavimento salpicado por una lluvia torrencial hacia las oscuras estancias de la casa.
De pronto aparece en el umbral una chica de short, piercing en la nariz, ombligo al aire y una niña en brazos. Berta (la española Clara Lago, Ocho apellidos vascos) viene por el aviso de arriendo de “habitación con terraza”. Joaquín no alcanza a protestar por la intempestiva visita cuando ella ya está instalada, le cuenta que es bailarina del caño y que el lugar le parece estupendo.
Refugiado en su sótano, una noche Joaquín oye voces y movimiento al otro lado de la pared.
ENTRE HITCHCOCK, DE PALMA, PECKINPAH
Un tipo en silla de ruedas que de pronto descubre —desde su escasa opción de movilidad— que algo siniestro está ocurriendo cerca suyo; y una chica linda y desparpajada que llega a llenar su soledad y a darle un poco de aire hogareño a su madriguera.
Esta misma circunstancia esboza la partida de La Ventana Indiscreta (Hitchcock, 1954).
Pero eso es todo: Joaquín no es como el elegante y aburrido personaje de James Stewart y la chica en cuestión no luce modelos de alta costura como Grace Kelly sino un vestuario “feria ambulante” style, ad hoc a su personaje.
Es evidente que el director y guionistaRodrigo Grande ha aprendido bien del maestro británico (por ahí también hay una brisa de Vértigo), pero en el guión cuidadosamente elaborado de Al final el túnel no sólo hay un replanteamiento de lo que es el suspense, sino que se adivinan otras influencias: un toque de la violencia a lo Brian De Palma, o a lo Sam Peckinpah.
Hay escenas crudas y otras en las que corre no poco de sangre —las menos—, pero nada que siquiera se acerque al gore; ni para amedrentarse.
El realizador se cuida muy bien de no distanciar ni distraer al espectador de ese tejido con que va urdiendo el relato, lleno de giros y situaciones inesperadas, de manera que a medida que se van sucediendo vertiginosamente los hechos y se van revelando verdades como muñecas rusas, todo calce como un puzzle.
Porque usted probablemente pensará que esto se trata de adivinar el pasado oculto y trágico del protagonista, el que, como James Stewart, se entretendrá adelantándose a los pasos de un asesino.
Pero no. Cada secuencia trae un ingenioso as bajo la manga, mientras la tensión va in crescendo hasta dejar al espectador con el corazón en la boca.
A la cuidada y detallista puesta en escena, la película suma un elenco que se desenvuelve con fluidez coreográfica (algunos ya mencionados). Sbaraglia construye con solidez y seguridad su rol desde el primer minuto en que aparece en pantalla, sin aspavientos ni gestos de más.
“Al final, todo depende de una mina o de la suerte”, como afirma uno de ellos (versión porteña del “cherchez la femme”). Pero ni siquiera eso es aquí una certeza.
Al final del túnel es esa clase de películas que uno ve sentado en el borde de la butaca y ¡sin parpadear!
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