Pierce Brosnan fue la transición. Pero quien, a la postre, ha traído a James Bond al siglo XXI es Daniel Craig. Y ciertamente, también, los guionistas y productores de “CASINO ROYALE”, que se arriesgaron con este actor cuyo tipo físico, para comenzar a hablar, es lo más distante a la imaginería instalada por el ya mítico Sean Connery e incluso por algunos de sus olvidados sucesores.
Más que el color del pelo y los ojos claros de Craig, de los que tanto se ha hablado (también los tenía Roger Moore), hay que decir que no tiene ni con mucho ni el porte ni la estampa con que el cine mostró siempre a este agente al servicio secreto de S.M. Si resulta convincente al punto de revertir por completo las adversas expectativas de los seguidores de la saga es por la presencia escénica que un buen actor sabe aportar.
El riesgo era necesario.
Más cercano a los espías de Graham Greene, Craig-Bond sigue —post créditos y la clásica animación de la saga— a Uganda y otros lugares no muy glamorosos, para ganarse sudorosamente el pan, persiguiendo malvados por techos, grúas, calles, y terminar dejando el desastre al interior de una embajada. Por mucho que esta última esté situada en el continente negro, a su jefa M (sí, de nuevo dame Judi Dench) no le hace la menor gracia: de los desastres que informa globalmente la prensa hay que responder ante el Gobierno y los políticos.
Como versión 2.0-refundacional, este “Casino Royale” extiende su epílogo más allá de lo que dice la convención —Venecia es la locación principal—, pero ni eso disminuye lo seductor de esta atractiva apuesta, ni su vocación de un muy buen producto de “entretenimiento”.
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